... Y Doha

Entre autopistas e intersecciones con semáforos que tardan más de seis minutos en dejarte pasar, entre suburbios áridos y el aire amarillento en que uno puede masticar el desierto, aparece Doha. La vista se abre a una bahía circular. Miras. Parpadeas. Vuelves a mirar. El cerebro se niega a admitir que el mar pueda brillar con ese turquesa imposible.

La ciudad se extiende abrazando la bahía. Al norte, apenas visibles entre la neblina de polvo suspendido, se alzan apiñados los rascacielos del distrito financiero. Al sur, entorno al puerto donde se mecen cientos de baos, la ciudad vieja apenas resiste el embite de la euforia urbanística. Entre medias, a lo largo de un paseo marítimo apto para personas, se encuentran los edificios gubernamentales.

Al norte, los nuevos mercados, donde se compra y vende el futuro del reino. Al sur, el mercado antiguo, donde se compra y se vende el día a día desde hace siglos. En medio, un gobierno que trata de poner un velo de tradición y cultura al despilfarro. Al sur, adentrándose en las aguas turquesas e imposibles de la bahía, llama la atención el Museo de Arte Islámico. Un edificio modernidad minimalista y elegancia tradicional, una oda exquisita al pasado y la historia; la perla de la cuidad. Al norte, La Perla, un alarde urbanístico de islas artificiales; un elegio al despilfarro cultural.

Frente al exceso y decadencia sin freno de Dubai, Doha trata de mantener sus tradiciones y convencerse de su modernidad. Se fuerza el rol tradicional de la mujer supeditada al hombre, mientras que los museos exhiben el papel histórico de las mujeres liberadas en el Islám y los edificios offiales se adornan con citas del Corán apelando a la igualdad entre sexos. Se incita a la especulación capitalista para mantener la independencia económica y al consumismo occidental para conservar las raíces culturales. Entre medias, para que la función siga a delante, hay miles de inmigrantes con el puesto de trabajo definido por su pasaporte —filipino: camarero o dependiente, indio o nepalí: obrero, kenyata: guardia de seguridad— y cuya libertad de ir venir depende, por ley, del capricho de que quien los contrata.

Perdido entre tanto ilusionismo dialéctico, cultural, étnico y económmico, hay un mercado de halcones. ¡En Doha te puedes comprar un puto halcón! Eso, mola y punto. Porque no me cuadró de llevar cien o doscientos mil euros en el bolsillo, que sino...

Antibiographía

Escribiendo, peleando y otras perversiones