El bebé y el dolmen

Hay un carricoche con un bebé dormido. Supongo que indiferente a la fecha, víspera del solsticio de verano y de su cumpleaños, su primer cumpleaños, duerme bajo la escasa sombra que el sol de la tarde puede sacarle a un arbusto en aquellas latitudes. Escasa, aunque suficiente para que un servidor se acomode sobre la hierba a dormitar y digerir sin peligro de quemarse la panza. Reflexionar como eventos, a los que puede uno asignarles valores y significados suficientes para escribir libros enteros, muestran perspectivas inesperadas cuando dos de ellos se superponen en un mismo lugar apropiado y momento adecuado del espacio-tiempo.

Si uno camina medio kilómetro escaso hacia el suroeste del arbusto y su sombra, encontrará, rodeado de árboles jóvenes, un claro de hierba segada y cuidada. Hierba que cubre un puñado de montículos circulares. Pasarían desapercibidos si a) uno no supiese lo que busca y b) no hubiese mazacotes de piedra blanca coronando algunos de ellos. Las piedras, ni por composición ni disposición, se ajustan a la geología del lugar. Las arrancaron y trajeron desde un brote de cuarcita que hay cosa de medio kilómetro al sur. Las trajeron y las emplazaron en el corazón de los montículos, algunas en vertical a modo de paredes y otras en horizontal sobre las primeras a modo de cubierta. Todo quedaría cubierto por el montículo, dejando una cámara en su centro. Una cámara funeraria, una tumba, para descaso y honra eterna de los restos y memoria de alguna persona, quiero pensar que, querida y apreciada hace cosa de seis mil años. ¡Seis mil años! Cuatro mil años antes de que empezásemos con cristos y hostias.

6 000 años…

Aquellos montículos y sus piedras forman la construcción humana más antigua con la que se ha topado un servidor. Diecisiete años viviendo en los alrededores, y se las tuvo que encontrar la víspera del primer cumpleaños de su sobrino. Mandagüevos… Doscientas cuarenta generaciones de humanidad superpuestas en lo alto de aquel monte en aquel preciso momento y, de algún modo, conectadas en mi duermevela bajo la sombra del arbusto, junto al bebé dormido la víspera de su primer cumpleaños. ¡Un año!

1 año…

Va saliendo uno de la duermevela y empieza a escuchar voces familiares. Alza la cabeza ladeada y ve figuras conocidas. La familia charla, come, bebe, atiende la hoguera, cocina, cuenta historias en torno al fuego, juega —niños, mayores y perros— , ríe, grita, disfruta… Sospecho que las personas de vivieron en aquellos montes hace seis mil años —quizá antepasados directos, quién sabe—, las que arrastraron y colocaron con esfuerzo, sudor y cariño los enormes bloques de cuarcita, también charlaron, comieron, bebieron, atendieron la hoguera, cocinaron, contaron historias en torno al fuego, jugaron —niños, mayores y perros—, rieron, gritaron y disfrutaron en aquel lugar. Sospecho que la escena debía de asemejarse, más de lo que resulta confortable reconocer, a lo que veía y escuchaba un servidor.

Seis mil años de historia resumidos en una docena de parientes reunidos entorno a un fuego, ahora, como hace seis mil años. Incluso las diferencias más aparentes se difuminan a poco que uno mire. ¿Ves el silicio que compone la cuarcita de los dólmenes? Pues el mismo silicio que forma los circuitos que me permiten escribir esto o el de los coches que nos llevaron a lo alto de aquel monte. La historia de la humanidad, la verdadera historia, debería escribirse con momentos como este. Historia que, pese a sus muchas idas y venidas, evoluciones e involuciones, se condensa generación tras generación en lo mismo: parientes reunidos entorno al fuego. El resto, lo que aparece en los libros de la historia oficial, se me antoja poco más que masturbación socio-política. Fruto del ansia de unos pocos con los recursos, el poder y el ego suficientes para creerse, y pagar a quien nos convenza, que sus historias personales tiene más valor, interés y relevancia que tu vida, tu historia, o las mías. Secuestrándonos nuestras historias y evitando siempre mencionar que sus recursos, poder y ego ni arrastraron toneladas de piedra hace seis mil años, ni criaron, mataron ni cocinaron los animales que comemos al calor del fuego, ni levantaron las piedras de las catedrales y otros templos a sus egos, ni fabricaron nuestros coches, ni soldaron los circuitos de este ordenador, ni siquiera escribieron sus propios libros de historia. Quizá ni siquiera lograron lo que ya logró en su breve historia ese bebé que duerme a la sombra de un arbusto: reunirnos y, al menos durante un día, hacernos a todos mejores personas.


Imagen: Dolmen Monte Areo XV, Asturias.

Antibiographía

Escribiendo, peleando y otras perversiones